viernes, 31 de mayo de 2013

De vampiros, fantasmas y zombies: viviendo en el límite

Las figuras terroríficas, seres que vagan errantes en el “no-lugar” entre la vida y la muerte, han cautivado la imaginación del ser humano desde tiempos inmemoriales. Leyendas de tradición oral, mitos, novelas y películas han contribuido a su persistencia en el tiempo, y la fascinación que ejercen permite intuir que juegan un papel importante en el psiquismo. El horror que pueden suscitar va de la mano de la fascinación que producen. ¿Qué experiencia juvenil de campamento estaría completa sin una buena ronda de cuentos de terror? ¿Por qué las novelas y películas de horror proliferan en las listas de best- sellers, año tras año?

Pensar que es posible encontrar una respuesta definitiva y totalizante sobre el horror y las innumerables figuras que lo representan haciendo uso de una única perspectiva sería ilusorio. La lente psicoanalítica aporta importantes elementos para su comprensión, pero el terror, como cualquier otro fenómeno, puede ser abordado desde múltiples perspectivas: política, religiosa, sociológica, antropológica…

Queremos dejar en claro que el misterio es una dimensión a la cual podemos acercarnos, pero jamás aprehender (asir) totalmente. Lo misterioso funciona como un límite del conocimiento humano y nos introduce de lleno en el reino de la incertidumbre. Esta puede llevar a la actitud defensiva de aferrarse rígidamente a cualquier certeza que disipe la sensación de zozobra frente a lo desconocido, o puede incitar al sujeto a franquear las fronteras de lo conocido para explorar libremente —a través de la imaginación, la creación y la ciencia— los confines de sí mismo y del mundo que le rodea.

Vamos a profundizar en algunos aspectos de las figuras de horror y su función en la psique del ser humano. Para ello nos introduciremos en el mundo de los vampiros, los zombies y los fantasmas. Nuestra hipótesis central gira en torno a una paradoja: frente a la sensación de no existir, el terror se constituye en un antídoto que intenta salvaguardar al ser de la completa disolución de su subjetividad; y podemos identificarnos con seres siniestros porque en algún momento nos hemos sentido sólo parcialmente humanos, apenas vivos, y desarraigados de nuestro propio cuerpo y de nuestro ser más íntimo (Brainsky y Padilla, 2009). En las figuras de terror se da forma a lo inenarrable, se le adjudica un nombre y se le personifica, condensando aquellas sensaciones que se viven como incontenibles e inmanejables, así como externalizando la pesadumbre y las heridas sangrantes del alma que no han podido ser aprehendidas o elaboradas por el sujeto en el devenir de su historia. Crear una figura terrorífica, no importa cuán espeluznante, contiene parcialmente aquella sensación, para la cual no hay palabras, permitiéndole al ser adolorido decirse a sí mismo que existe una razón subyacente a su sufrimiento o a su pavor, a aquellas vivencias que no han podido ser comprendidas, a las que no se les ha logrado encontrar un sentido que por supuesto tienen. Unir estas vivencias a una figura concreta —aunque con contornos vagos y cambiantes— perteneciente al reino de las tinieblas es una primera aproximación del ser a su tarea de dar sentido a sensaciones que no se pueden recuperar como recuerdos, dado su carácter arcaico y traumático. A este respecto Bion (1957) muestra cómo la capacidad para personificar en el afuera aspectos desdoblados de la personalidad es análoga a la capacidad de formar símbolos.


Claro está que se trata de un simbolismo incipiente y arcaico; pero despeja el camino para la re-apropiación de aquellas porciones del  ser que han sido exiliadas y que representan el carácter desvitalizado y paralizante de vínculos del pasado. Esta repetición que se siente inefable e inquebrantable, como un destino ineludible, forma parte de las trampas en las que cae el ser humano y que “inmortalizan” su dolor. Se necesita la presencia de otro ser humano, continente y comprensivo, que devele el misterio, reciba las heridas y nombre las pérdidas y el horror, para que dicha repetición cese y se abra el camino, para que, hasta donde sea posible, la cicatrización teñida de sentido tome su curso. Esta es la esencia del proceso y del vínculo psicoanalítico. A veces las agonías que subyacen a la fragilidad del ser sólo pueden compartirse. Y esto ya es mucho. Por momentos pueden nombrarse y, en parte, llegan a elaborarse para que el sujeto pueda reconstruirse.

Fragmento del libro "Viviendo en el límite: Una travesía por las fronteras del ser" Por Juan Rafael Padilla y Laura Brainsky (Psicoanalistas Sociedad Colombiana de Psicoanálisis).



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